SOMOS ACTORES PERDIDOS EN UN PAPEL QUE NO SABEMOS INTERPRETAR
“El peligro que no se percibe no se puede prevenir, y el error del que no se es consciente es muy difícil de evitar”
Una tendencia de muchas personas es pensar que cuando existe un sustantivo en uso en la lengua que se habla, éste tiene un referente que es siempre una entidad, sea de tipo físico, espiritual, emocional, o conceptual. Y muchas veces esta es la trampa en la que se cae con el uso del término “EGO”.
Así se piensa que el ego es “algo”, una entidad psíquica existente, responsable y/o sujeto de acciones psíquicas, estados de ánimo, emociones, decisiones, complejos, etc.
De este modo el uso del término “ego” se convierte en una manera de eludir nuestra responsabilidad como sujetos psíquicos. Al ego se le tiene por el responsable de decisiones y acciones que de modo alguno nos gustaría atribuirnos a nosotros mismos, es nuestro delantal: cuando cocinamos, para no mancharnos podemos actuar con mucho cuidado o bien usar un delantal, de modo que las manchas van a parar al delantal en lugar de a nuestra ropa, es el delantal el que se mancha, evitando así mancharnos nosotros.
De nosotros, de nuestro “ser interior” o nuestro “verdadero ser” únicamente emanan bondad, decisiones adecuadas y percepciones certeras de la realidad. Del ego emanan decisiones egoístas, miedos, percepciones distorsionadas de la realidad, errores, y un sin fin de obstáculos a nuestra propia felicidad y a la de quienes nos rodean. Nosotros, nuestro verdadero yo es inocente. Y, por tanto, soy un niño impotente, a quien domina el ego, y soy también estúpido, pues me dejo continuamente engañar por él.
El sustancialismo propio del uso ingenuo del lenguaje, que permite abordar con éxito Tarski con su distinción entre lenguaje y metalenguaje, es el responsable del error. Pero es la tendencia de muchos seres humanos a eludir su responsabilidad, y no el error mismo, la que ha difundido hasta el aburrimiento este uso del término “ego” como si fuera un delantal psíquico-moral.
La referencia del ego no es ningún tipo de entidad, sino una mera confusión psicolingüística. Los seres humanos, como bien dicen los sufís desde hace muchos siglos, usamos un variado número de máscaras, personajes o personalidades, que encarnan los diferentes roles que representamos a lo largo de nuestras vidas: ahora hago de padre amoroso, ayer de general implacable, luego de amante clandestino, de cumplido esposo, de ciudadano respetable, etc. Es imposible vivir en una sociedad eludiendo representar todo tipo de papel -o rol, como se prefiera llamar-, y los papeles que representamos a lo largo de nuestra vida, del teatro en que ésta se desenvuelve, son muchos y variados.
Un buen actor de cine o de teatro es el que se identifica con su rol, con su papel, y el mal actor es el que lo representa sin creérselo, sin identificarse con el papel, es decir, siendo siempre más él mismo que el personaje que está representando.
La persona consciente sabe que todo papel que desempeña en esta sociedad no es más que un papel, y ningún papel es él, él es el actor.
Pero el buen actor es aquél que se identifica con su papel. De este modo los muy buenos actores llegan incluso a confundirse ellos mismos con los papeles que representan, e incluso llegan también a confundir a cada uno de los otros con los papeles que están representando en ese momento en la obra de la vida, en el gran teatro del mundo. Es precisamente esta confusión del actor con el papel que representa en ese momento de su vida a la que llamamos ego -aquí sí- con propiedad.
El ego no es una entidad, sino una confusión lingüística, justamente aquella confusión que consiste en pensar que cuando hablamos del papel que estamos representando, en realidad estamos hablando de nosotros mismos.
Cuando hablamos del ego estamos mencionando un uso erróneo del lenguaje, y la confusión de los psicoterapéutas impregnados por la new age estriba en creer que estamos usando el lenguaje, es decir, que estamos hablando del mundo extralingüístico, del llamado mundo real y no de un error lingüístico.
El ego es una confusión, es pensar que yo soy el personaje que interpreto. Y como todo personaje de teatro es hijo de un guión, que suele estar escrito en un papel, el ego es endeble, incoherente, incompleto, sin un origen real y sin una finalidad real, sin más fin que salir del paso en esa escena teatral, sin más fin que entretener al espectador. El ego es, por eso, débil, enclenque, no se sostiene más allá de la obra teatral, no se sostiene en la realidad, donde carece de verdadera sustancia.
Por esa razón, por su enclenquez, por ser de papel (por estar en un guión y no en la vida), se percibe, con acierto, como débil, como necesitado de alimento continuo, como necesitado de protección y cuidados especiales. Cuidados que corremos a brindarle, pues nuestra confusión del personaje con nosotros mismos nos hace atribuirnos a nosotros su debilidad y su insustancialidad. Y a temer por nosotros al temer por él, por el ego. Por eso lo cuidamos y alimentamos, por eso lo protegemos ferozmente. Por la confusión en la que estamos sumidos.
Pero indudablemente quien representa el personaje soy yo, el actor, y es a mí a quien debo atribuir los errores y disparates que cometo cuando lo represento. El papel no se representa solo, yo soy el real responsable de todo cuanto hago cuando lo represento. Y soy también el responsable de la confusión en la que estoy cuando creo que el papel que represento soy yo mismo.
Pero esta responsabilidad no me gusta nada. Yo no quiero ser responsable más que de los aciertos y bondades de mi vida, de la vida, del universo. El mal y los fallos tienen que ser siempre de otro. Y como aquí no hay otro, se los atribuyo al ego, que se convierte así en un otro, en algo o alguien real distinto de mí, de mi verdadero yo.
Por ello estoy encantado de que un profesional especialista en el funcionamiento de la psique humana me descargue de dicha responsabilidad, estoy encantado de que un buen número de psicoterapéutas me aseguren que no soy yo el responsable, sino mi ego, una especie de tirano que me domina a mi pesar.
Por ello pago contento al psicólogo por la descarga de mi responsabilidad y la limpieza de mi consciencia, aunque eso suponga reconocerme tan débil que hasta el ego, ese “ente” tan flojo que necesita continuo alimento psíquico, me domine con frecuencia y facilidad.
Y por eso algunos psicoterapéutas repiten una y otra vez ese mantra a sus “pacientes”, porque les llena la consulta de clientes y les hace creer que están ayudando a otros a curarse, ya que esos otros se marchan aliviados de sus consultas y de los cursos y cursillos que les imparten.
Sin embargo el peligro que no se percibe no se puede prevenir, y el error del que no se es consciente es muy difícil de evitar. Con el uso y abuso del “ego delantal” me estanco, impido mi progreso y mi maduración como ser humano plenamente responsable de sí, de sus acciones, y de las consecuencias de sus actos. Esa maduración hacia la adultez se convierte en imposible o en extraordinariamente difícil. Y mi infantilismo, que me lleva a creerme y desear ser un niño inocente e impotente (pues no puedo escapar de mi ego, ni tomar por mi mismo mis propias decisiones), se afianza y adquiere carta de verdadera naturaleza.
Así en lugar de adultos somos niños, sin ningún deseo de crecer ni de madurar.
Los gurús, maestros, guías, gobernantes, jefes, padres, líderes, y demás “autoridades” semejantes están encantados con el cuento del ego. Nunca tuvo satanás mejor sustituto.
Este sustancialismo supone que todo sustantivo, todo nombre de nuestro lenguaje tiene como referente una sustancia, algo real, sea material, energético o espiritual.
La no distinción entre uso y mención en el lenguaje es también la responsable de la aparición de un sin fin de paradojas. No me resisto a citar, aunque sea de memoria, la famosa paradoja del puente que aparece en “El Quijote”: Cuenta el libro que había un señor que tenía unas tierras que eran atravesadas por un pequeño río. El señor mandó construir un puente para pasarlo, y colocó en uno de sus extremos a dos guardias con una horca, con la orden de que hicieran jurar a cuantos pasaran por el puente, y si juraban verdad que los dejaran pasar, mas si juraban falsedad que los ahorcaran allí mismo. Así las cosas, acertó a pasar por el puente un estudiante, y cuando le pidieron juramento dijo “juro que he de morir colgando de esa horca”, mientras señalaba la que los guardias tenían a su lado. ¿Cómo hicieron los guardias para cumplir las órdenes de su señor?
El término que usemos para referirnos a ellas depende del contexto teórico en el que nos situemos. Para los sufís son los nafs.
Neil Douglas-Klotz, en su libro The sufi book of life, expone un interesante método para hacer que los distintos personajes que represento actúen en equipo y de forma coordinada.
También para algunas corrientes psicológicas, originadas hace aproximadamente un siglo (especialmente las que beben del psicoanálisis), el ego tiene una existencia real. Así la definición que aún hoy podemos encontrar en las websites de estas corrientes es del siguiente talante: “El ego es, para la psicología, la instancia psíquica a través de la cual el individuo se reconoce como yo y es consciente de su propia identidad. El ego, por lo tanto, es el punto de referencia de los fenómenos físicos, y media entre la realidad del mundo exterior, los ideales del superyó y los instintos del ello.”
Que esta confusión pueda explicarse partiendo de mi biografía no merma en nada mi responsabilidad. Y tampoco justifica mis actos.
Quiero aquí a contar un cuento sufí:
Había una vez un sacristán católico que adquirió la costumbre de freírse un huevo después de la celebración de cada misa, usando como fuego la llama del cirio mayor de la iglesia. Un buen día le descubrió el párroco, y ante su reprimenda el sacristán balbuceó: “Es que el diablo me tentó”.
Cuentan las crónicas que en ese preciso momento se le apareció satanás en persona, le dio una bofetada y le dijo:”Qué rábanos el diablo!, el huevo frito!”
Francisco Puertes
Filósofo. Abogado. Profesor de filosofía y psicología.
Profesor de la Escuela Europea Ayahuasquera.