ISABEL ALLENDE

ISABEL ALLENDE CUENTA SU EXPERIENCIA CON LA AYAHUASCA. La conocida escritora chilena accediendo al mundo místico de las plantas maestras.

BUSCANDO RECUPERAR SU IMAGINACIÓN Y ENCONTRANDO CASI UNA INICIACIÓN MÍSTICA

La escritora Isabel Allende, conocida por su potente imaginación, narra en su libro autobiográfico La suma de los días su experiencia con la ayahuasca. La escritora chilena acudió en busca de este poderoso brebaje amazónico aparentemente en un periodo de «bloqueo de escritor», con la intención de reconectar con sus raíces y volver a beber de la pócima rutilante de sí misma:

Necesitaba volver a ser la niña que fui una vez, esa niña silenciosa, torturada por su propia imaginación, que deambulaba como una sombra en la casa del abuelo. Debía demoler mis defensas racionales y abrir la mente y el corazón. Y para ello decidí someterme a la experiencia chamánica de la ayahuasca, un brebaje preparado con la planta trepadora Banisteriopsis, que usan los indios del Amazonas para producir visiones.

Willie [el marido de Isabel Allende] no quiso que me arriesgara sola y, como en tantas ocasiones de nuestra vida en común, me acompañó a ciegas. Bebimos un té oscuro de sabor repugnante, apenas 1/3 de taza, pero tan amargo y fétido que era casi imposible de tragar. Tal vez yo tengo una falla en la corteza cerebral –bien que mal siempre ando un poco volada, porque la ayahuasca, que a otros les da un empujón hacia el mundo de los espíritus, a mí me lanzó de una sola patada tan lejos que no regresé hasta un par de días más tarde. A los 15 minutos de haberla tomado, me falló el equilibrio y me acomodé en el suelo, de donde ya no pude moverme. Me dio pánico y llamé a Willie, quien logró arrastrarse a mi lado, y me aferré a su mano como a un salvavidas en la peor tormenta imaginable. No podía hablar ni abrir los ojos. Me perdí en un torbellino de figuras geométricas y colores brillantes que al principio resultaron fascinantes y después agobiadores. Sentí que me desprendía del cuerpo, el corazón me estallaba y me sumía en una terrible angustia. Volví entonces a ser la niña atrapada entre los demonios de los espejos y las ánimas de las cortinas.

Es una delicia poder tener esta descripción tan elocuente y profusa de la ayahuasca, que si bien a casi todos da una lucidez inusitada, lo que «llaman hablar con el corazón», en Allende encuentra a una experta narradora que trabaja el lenguaje como si fuera un racimo de zafiro, jade, amatista… Vemos en su descripción el arquetípico encuentro con la sombra, la muerte, el inframundo, lo que se conoce como la catábasis, en el momento en el que la primera seducción del caleidoscópico DMT cae en el abismo de la liana:

Al poco rato se esfumaron los colores y apareció la piedra negra que yacía casi olvidada en mi pecho, amenazante como algunas montañas de Bolivia. Supe que debía quitarla de mi camino o moriría. Traté de treparla y era resbalosa, quise darle la vuelta y era inmensa, empezaba a arrancarle pedazos y la tarea no tenía fin y mientras crecía mi certeza de que la roca contenía toda la maldad del mundo, estaba llena de demonios. No sé cuánto rato estuve así; en ese estado el tiempo no tiene nada que ver con el tiempo de los relojes. De pronto sentí un golpe eléctrico de energía, di una patada formidable en el suelo y me elevé por encima de la roca. Volví por un momento al cuerpo; doblada de asco, busqué a tientas el balde que había dejado a mano y vomité bilis. Náusea, sed, arena en la boca, parálisis. Percibí, o comprendí, lo que decía mi abuela: el espacio está lleno de presencias y todo sucede simultáneamente. Eran imágenes sobrepuestas y transparentes, como esas láminas impresas en hojas de acetato en los libros de ciencia. […]

[…] Anduve vagando por jardines donde crecían plantas amenazantes de hojas carnosas, grandes hongos que sudaban veneno, flores malvadas. Vi a una niña de unos 4 años, encogida, aterrada; estiré la mano para levantarla y era yo. Diferentes épocas y personas pasaban de una lámina a otra. Me encontré conmigo en distintos momentos y en otras vidas. Conocí a una vieja de pelo gris, diminuta, pero erguida y con ojos refulgentes; podría haber sido también yo en unos años más, pero no estoy segura, porque la anciana se hallaba en medio de una confusa multitud.

Otro motivo recurrente: la anamnesis, la memoria del alma que integra su multiplicidad, su río de sangre, su «casa de espíritus» que yace enterrada en el inconsciente. Esa memoria divina de la tierra y de las estrellas que llevó a Platón a decir que todo aprendizaje es sólo recuerdo. Y en la ayahuasca es parte de ese proceso de paz, de perdón y de liberación que el ser humano debe lograr para poder dejar su casa sosegada y emprender el vuelo espiritual. El viaje de ayahuasca, como una cifra misteriosa en la medicina, como un microcosmos de la creación, repite el viaje del alma hacia el mundo de la generación, la separación de la divinidad, su olvido, pero luego siempre su anábasis, el ascenso de nuevo por las esferas luminosas hacia el  Ser Infinito, la fusión con la divinidad, la cual es conseguida a través de la muerte en este plano, que es siempre una vida desplegada del otro lado, una crisálida.

Pronto ese poblado universo se esfumó y entré en un espacio blanco y silencioso. Flotaba en el aire, era un águila con sus grandes alas abiertas, sostenida por la brisa, viendo el mundo desde arriba, libre, poderosa, solitaria, fuerte, indiferente. Allí estuvo ese gran pájaro durante mucho tiempo y enseguida subió a otro lugar, aún más glorioso, en que desapareció la forma y no había sino espíritu. Se acabaron el águila, los recuerdos y sentimientos; no había yo, me disolví en el silencio. Si hubiese tenido la menor conciencia o deseo, te habría buscado, Paula. Mucho más tarde vi un círculo pequeño, como una moneda de plata, y hacia allá enfilé como una flecha, atravesé el hueco y entré sin esfuerzo en un vacío absoluto, un gris translúcido y profundo. No había sensación, espíritu, ni la menor conciencia individual; sin embargo sentía una presencia divina y absoluta.

Estaba en el interior de la Diosa. Era la muerte o la gloria de la que hablan los profetas. Si así es morir, estás en una dimensión inalcanzable y es absurdo imaginar que me acompañas en la vida cotidiana o me ayudas en mis tareas, ambiciones, miedos y vanidades.

Mil años más tarde regresé, como una extenuada peregrina, a la realidad conocida por el mismo camino que había recorrido para irme, pero a la inversa: atravesé la pequeña luna de plata, floté en el espacio del águila, bajé al cielo blanco, me hundí en imágenes psicodélicas y por fin entré a mi pobre cuerpo, que llevaba 2 días muy enfermo, atendido por Willie, quien ya empezaba a creer que había perdido a su mujer en el mundo de los espíritus. En su experiencia con la ayahuasca, Willie no ascendió a la gloria ni entró en la muerte, se quedó trancado en un purgatorio burocrático, moviendo papeles, hasta que se le pasó el efecto de la droga unas horas más tarde. Entretanto yo estuve tirada en el suelo, donde después él me acomodó con almohadas y frazadas, tiritando, mascullando incoherencias y vomitando a menudo una espuma cada vez más blanca. Al principio estaba agitada, pero después quedé relajada e inmóvil, no parecía sufrir, dice Willie.

Por último ocurre el proceso de asimilación, de reintegración, de poderse llevar las joyas de la profundidad de la tierra, de cumplir el arco de la visión, de hacer de la voluntad divina camino individual. La posibilidad de transformación que se esclarece a partir de observar la eternidad, lo que es inmutable, de comprender la realidad suprema del espíritu y confiar en la unidad que acoge a todos los seres.

El tercer día, ya consciente, lo pasé tendida en mi cama reviviendo cada instante de aquel extraordinario viaje. Sabía que ya podría escribir la trilogía, porque ante los tropezones de la imaginación tenía el recurso de volver a percibir el universo con la intensidad de la ayahuasca, que es similar a la de mi infancia. La aventura con la droga me embargó de algo que sólo puedo definir como amor, una impresión de unidad: me disolví en lo divino, sentí que no había separación entre mí y el resto de lo que existe, todo era luz y silencio. Quedé con la certeza de que somos espíritus y que lo material es ilusorio, algo que no se puede probar racionalmente, pero que a veces he podido experimentar brevemente en momentos de exaltación ante la naturaleza, de intimidad con alguien amado o de meditación. Acepté que en esta vida humana mi animal totémico es el águila, ese pájaro que en mis visiones flotaba mirando todo desde una gran distancia. Esa distancia es la que me permite contar historias, porque puedo ver los ángulos y horizontes. Parece que nací para contar y contar. Me dolía el cuerpo, pero nunca he estado más lúcida. De todas las aventuras de mi agitada existencia, la única que puede compararse a esta visita a la dimensión de los chamanes fue tu muerte, hija. En ambas ocasiones sucedió algo inexplicable y profundo, que me transformó. Nunca volví a ser la misma después de tu última noche y de beber aquella poderosa poción: perdí el miedo a la muerte y experimenté la eternidad del espíritu.

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Alberto José Varela

Fundador de empresas y organizaciones; creador de técnicas, métodos y escuelas; autor de varios libros. Estudiante autodidacta, investigador y conferencista internacional, con una experiencia de más de 40 años en la gestión organizacional y los RRHH. Actualmente crece su influencia en el ámbito motivacional, terapéutico y espiritual a raíz del mensaje evolutivo que transmite.

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